LA VIRTUD DE PEITO

¿Es legítimo juzgar una obra de arte contemporáneo desde la óptica de la moral, o de la ética? Si entendemos que la posmodernidad ha liberado a la obra de su sometimiento al concepto de belleza, y que cualquier cosa puede ser una obra de arte si mantiene esa relación dantiana entre significante y significado, no. Lo correcto sería hacer la crítica de la obra sobre los polos de pertinente e impertinente. La nausea provocada a ciertos artistas por un mundo inhumano los legitima para adoptar estrategias de producción terroristas que derivan en obras acusatorias, lacerantes, provocadoras, como testimonio y ¿crítica? de su desacuerdo con la realidad. Obras como las performances de Mc Carty, las instalaciones de Santiago Sierra o la reciente y escandalosa muestra conocida como el perro de Habacuc, se enmarcan en esta estrategia agresiva en lo que lo asqueroso, lo abyecto, lo cruel, se convierte en la estrella estética del discurso.

Un ataque a estas obras que olvide la posibilidad de una crítica pertinente, peca de moralismo pudibundo, mostrando las propias contradicciones internas de quienes las suscriben. Creo que para efectuar una crítica de estas obras, hay que comprender intrínsecamente la esencia del arte contemporáneo y tener en cuenta las argumentaciones de los artistas que lo practican en este sentido. Sin afán de justificar nada, mi interés es más reflexionar y argumentar de manera racional en torno a esta fenomenología. Tomemos como ejemplo el perro de Habacuc.

Habacuc, que es el nombre del autor de la obra, capturó a un perro callejero, lo ató en el interior de una galería, en la pared escribió la frase "eres lo que lees" con comida para perros (pienso). Luego, el resultado de este montaje es confuso: hay declaraciones que afirman que al perro se le alimentaba, que no murió sino que escapó, otras que afirman que murio de hambre. Finalmente, la consecuencia de la obra, y de estos modus operandi de los artistas de esta corriente, es la aparición de una encendedida hiperpolémica que trasciende a la propia obra, y deviene en una dialéctica sin fin entre defensores y agresores. Esta hiperpolémica se convierte en el fin más estimado y deseable por sus autores para estas obras, manifestando la capacidad del arte (más allá de su legitimidad o aceptación) para generar activaciones apasionadas de las opiniones públicas (lo mismo sucedió, recordemos, con las obras de los Manet y los impresionistas a finales del siglo XIX; fueron atacadas desde un punto de vista artístico, pero también moral).

Creo, distanciándome de sentimientos, que el arte ha atravesado un periodo de "ilimitaciones" (aún persistente) en el que se ha dado rienda suelta a todas las propuestas y experiencias ideadas por los artistas más deseosos de construir discursos desde las estéticas de lo opuesto al canon tradicional. La justificación esgrimida para ello es, por un lado, la apelación a la libertad de expresión para discursear sobre conceptos que bajo otros modos quedarían poco expresados; por otro lado, el deseo de afectar a la conciencia de los espectadores para despertarla ante realidades tan, o más inhumanas, que la propia obra. Los argumentos contrarios a estas manifestaciones son, a mi entender, agrupables en dos grandes bloques: los ataques a la obra desde el punto de vista moral de la inaceptabilidad del sufrimiento o vejación de ningún ser vivo para hacer arte; y las críticas relativas a la pobreza artística del autor por su incapacidad para elaborar un discurso sobre ese mismo tema sin tener que recurrir a lo que denominaríamos snobismo mercantilista, o marketing brutal. Esta segunda crítica me resulta más pertinente, en la medida en que al menos se efectúa desde lo intrínseco.

A tenor de todo esto, si aceptamos, fríamente, este periodo artístico como un periodo pertinente al propio devenir del arte en relación a su contemporaneidad histórica (repleta de casos de inhumanidad), la pregunta que me parece más natural sería si a pesar de poder considerar como pertinentes estas obras (desde la teoría del arte más desprovista de elementos extraartísticos), ¿no ha llegado el momento en que su presencia es ya innecesaria, de que son una parte de la evolución del arte que se extingue en su cansina fórmula, repetida y fácil, y que debe procederse a adoptar nuevas posiciones y actitudes para, manteniendo la esencia del arte, acceder a nuevas obras, nuevos significantes cargados de significado que no actúen como focos de desencanto, sino como focos de encantamiento?. Quiero decir con esto, que la tarea del artista contemporáneo no es ya la provocación, ni la denuncia, ni la mera presentación de lo injusto obvio con lo que convivimos, sino la propuesta de lo que puede ser posible, la presentación y afirmación de un futuro distinto del que se nos programa. Y hacer esto, además, presentándolo bajo formas capaces de apelar a los sentidos y al intelecto de manera no agresiva, enseñar no mediante gritos y golpes, sino mediante la virtud de Peito (aquella figura mítica de la tragedia griega): la persuasión por la seducción amable y sincera, el milagro de la magia. Es algo, naturalmente, más difícil, pero ya es sabido que más fácil es destruir que crear.

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