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LA INSOPORTABLE SEDUCCIÓN DE LA VIOLENCIA Y OTROS MARTILLAZOS.




Decía un personaje de El cielo sobre Berlín que la paz no se deja narrar. Era un viejecito que deambulaba por un Berlín de la memoria destruida por la guerra, la cicatriz de una gran violencia que sacudió la espina dorsal de Europa y destruyó lo que restaba (si restaba algo) del proyecto moderno.





Toda la historia de la humanidad es una historia de violencia. Toda las historias de los grandes relatos, la literatura, el cine, el arte, los cómics, la música, ..., son una historia de violencia. Lázaro de Tormes con los dientes rotos por un jarronazo a bocajarro, nunca mejor dicho, Sancho manteado, las espeluznantes torturas al óleo de los mártires y santos, el gore sádico de la imaginería religiosa católica, los duelos al sol entre vampiros y psicokillers, los cadáveres plastinados, el video clip de las torres gemelas derrumbándose,... Pues eso, que la historia son picos de violencia, que la paz no se deja narrar.




Toda la argumentación de orden ética, moral o incluso artística contra la producción contemporánea que toma como tema la violencia, el horror, el sadismo, etc. sin concesiones al espectador, sin concesiones a la thekné y mucho menos a la desterrada belleza, se ve invalidada por un simple palabra: pertinencia. Hay que reconocerlo, este arte es la expresión más cercana a la verdad de nuestra existencia actual, carente ya de proyectos en los que depositar nuestra fe, incrédulos ya ante la utopía. Lo pertinente en una guerra es tomar un arma y disparar a la cabeza al enemigo, y por qué no, al amigo (fuego amigo). Lo inimaginable, lo trabajoso, sería poner fin a la guerra. Pero los artistas no están por la labor. Y además ya apenas se distingue entre los artistas y los simulacros.





Dijo Duchamp que los artistas del futuro serían clandestinos. No me resulta posible aplicarle ese adjetivo a Barceló, convertido en icono de la modernidad en los ochenta y millonario por una obra que se cae a pedazos en la cúpula de las Naciones Unidas; ni a ese artista checo que produjo obras apócrifas de artistas de toda Europa y se embolsó el dinero supuéstamente pagado a esos autores inexistentes; y qué decir de Damien Hirst, que preside un emporium total que adquiere lo que él produce para aumentar su cotización. Tengo un libro aún por leer en mis estantes: Estrategias del joven arte británico de los ochenta.



La sensación es que los artistas de las últimas generaciones han heredado siglos de carne magnífica, pero no han querido aprender a cocinar. Les resulta más cómodo, fácil y rentable meter la carne en el microondas. Alguien les aplaude, alguien puja por ellos y claro, así nos va.





Si la existencia es una cuesta y nacemos en la mitad, la tendencia inducida desde misteriosos lugares que no son el centro de nada pero parecen ser el centro de cada lugar y de cada momento, es que es más recomendable dejarse rodar muellemente hacia abajo, y de esta manera la ética del esfuerzo y la lucha por la excelencia han caído en total desgracia. El elogio de la mediocridad.




Cuando oigo hablar o leo acerca del arte joven o los jóvenes artistas, siempre desconfío. La experiencia me ha llevado a este posicionamiento. Hay demasiada ligereza a la hora de otorgar el título de artista y hay excesiva prisa inyectada en las jóvenes mentes que no reparan en escrúpulos cuando se trata de escandalizar. Y qué decir de tanto teórico que desprecia el objeto artístico y se yergue en profeta de una arte sin sustancia al que cada día bautizan con una nueva nomenclatura: arte relacional, arte proyectual, arte conceptual trans-social, en fin, para qué quitarles la ilusión de que son los descubridores de algo que los griegos crearon (descubrieron, diría un profesor mío) hace ya más de veinte siglos: la música de las esferas.





La maestría es algo más que un cartucho de dinamita en medio de una fiesta. La maestría cuesta trabajo y tiempo, y más humildad de la que demuestran la mayoría de señalados por la varita del poder.


No muy lejos está el día en que algún artista de vanguardia llevé a cabo el asesinato como una de las bellas artes que propusiera Thomas de Quincy. Lo imagino no intimista, no como un asesinato silencioso de un individuo, con veneno o gas, sino una gran explosión de ruído y color con gran textura de carnes y sangres y huesos, algo visceral pero muy bien argumentado por largos párrafos que se podrán oir en internet de boca del propio autor (o autora, que esta potestad no es patrimonio de los varones). ¿Es este el genio que esperamos, cansados de esperar a Godot?.





LA VIRTUD DE PEITO

¿Es legítimo juzgar una obra de arte contemporáneo desde la óptica de la moral, o de la ética? Si entendemos que la posmodernidad ha liberado a la obra de su sometimiento al concepto de belleza, y que cualquier cosa puede ser una obra de arte si mantiene esa relación dantiana entre significante y significado, no. Lo correcto sería hacer la crítica de la obra sobre los polos de pertinente e impertinente. La nausea provocada a ciertos artistas por un mundo inhumano los legitima para adoptar estrategias de producción terroristas que derivan en obras acusatorias, lacerantes, provocadoras, como testimonio y ¿crítica? de su desacuerdo con la realidad. Obras como las performances de Mc Carty, las instalaciones de Santiago Sierra o la reciente y escandalosa muestra conocida como el perro de Habacuc, se enmarcan en esta estrategia agresiva en lo que lo asqueroso, lo abyecto, lo cruel, se convierte en la estrella estética del discurso.

Un ataque a estas obras que olvide la posibilidad de una crítica pertinente, peca de moralismo pudibundo, mostrando las propias contradicciones internas de quienes las suscriben. Creo que para efectuar una crítica de estas obras, hay que comprender intrínsecamente la esencia del arte contemporáneo y tener en cuenta las argumentaciones de los artistas que lo practican en este sentido. Sin afán de justificar nada, mi interés es más reflexionar y argumentar de manera racional en torno a esta fenomenología. Tomemos como ejemplo el perro de Habacuc.

Habacuc, que es el nombre del autor de la obra, capturó a un perro callejero, lo ató en el interior de una galería, en la pared escribió la frase "eres lo que lees" con comida para perros (pienso). Luego, el resultado de este montaje es confuso: hay declaraciones que afirman que al perro se le alimentaba, que no murió sino que escapó, otras que afirman que murio de hambre. Finalmente, la consecuencia de la obra, y de estos modus operandi de los artistas de esta corriente, es la aparición de una encendedida hiperpolémica que trasciende a la propia obra, y deviene en una dialéctica sin fin entre defensores y agresores. Esta hiperpolémica se convierte en el fin más estimado y deseable por sus autores para estas obras, manifestando la capacidad del arte (más allá de su legitimidad o aceptación) para generar activaciones apasionadas de las opiniones públicas (lo mismo sucedió, recordemos, con las obras de los Manet y los impresionistas a finales del siglo XIX; fueron atacadas desde un punto de vista artístico, pero también moral).

Creo, distanciándome de sentimientos, que el arte ha atravesado un periodo de "ilimitaciones" (aún persistente) en el que se ha dado rienda suelta a todas las propuestas y experiencias ideadas por los artistas más deseosos de construir discursos desde las estéticas de lo opuesto al canon tradicional. La justificación esgrimida para ello es, por un lado, la apelación a la libertad de expresión para discursear sobre conceptos que bajo otros modos quedarían poco expresados; por otro lado, el deseo de afectar a la conciencia de los espectadores para despertarla ante realidades tan, o más inhumanas, que la propia obra. Los argumentos contrarios a estas manifestaciones son, a mi entender, agrupables en dos grandes bloques: los ataques a la obra desde el punto de vista moral de la inaceptabilidad del sufrimiento o vejación de ningún ser vivo para hacer arte; y las críticas relativas a la pobreza artística del autor por su incapacidad para elaborar un discurso sobre ese mismo tema sin tener que recurrir a lo que denominaríamos snobismo mercantilista, o marketing brutal. Esta segunda crítica me resulta más pertinente, en la medida en que al menos se efectúa desde lo intrínseco.

A tenor de todo esto, si aceptamos, fríamente, este periodo artístico como un periodo pertinente al propio devenir del arte en relación a su contemporaneidad histórica (repleta de casos de inhumanidad), la pregunta que me parece más natural sería si a pesar de poder considerar como pertinentes estas obras (desde la teoría del arte más desprovista de elementos extraartísticos), ¿no ha llegado el momento en que su presencia es ya innecesaria, de que son una parte de la evolución del arte que se extingue en su cansina fórmula, repetida y fácil, y que debe procederse a adoptar nuevas posiciones y actitudes para, manteniendo la esencia del arte, acceder a nuevas obras, nuevos significantes cargados de significado que no actúen como focos de desencanto, sino como focos de encantamiento?. Quiero decir con esto, que la tarea del artista contemporáneo no es ya la provocación, ni la denuncia, ni la mera presentación de lo injusto obvio con lo que convivimos, sino la propuesta de lo que puede ser posible, la presentación y afirmación de un futuro distinto del que se nos programa. Y hacer esto, además, presentándolo bajo formas capaces de apelar a los sentidos y al intelecto de manera no agresiva, enseñar no mediante gritos y golpes, sino mediante la virtud de Peito (aquella figura mítica de la tragedia griega): la persuasión por la seducción amable y sincera, el milagro de la magia. Es algo, naturalmente, más difícil, pero ya es sabido que más fácil es destruir que crear.